La educación chilena se encuentra en un punto crítico. Los resultados de la última Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES) han evidenciado una vez más las profundas desigualdades que persisten en el sistema escolar, dejando al descubierto cómo la segregación afecta directamente las oportunidades de los estudiantes. Este panorama plantea preguntas urgentes sobre el futuro de la educación pública en el país y la necesidad de transitar hacia un modelo inclusivo que garantice igualdad de oportunidades para todos.
Chile ha sido por décadas uno de los países con mayor segregación educativa a nivel mundial. Las políticas de financiamiento compartido y selección de estudiantes contribuyeron por años a que los colegios públicos, subvencionados y particulares funcionen como islas incomunicadas entre sí. Esto no solo perpetúa las diferencias socioeconómicas, sino que también limita las posibilidades de aprendizaje de los estudiantes provenientes de sectores más vulnerables.
La prueba de selección universitaria, ya sea la antigua PSU o la actual PAES, ha funcionado como un espejo de estas inequidades. Los datos muestran de manera consistente que los colegios particulares pagados obtienen los mejores resultados, mientras que los establecimientos municipales cada vez quedan más rezagados. Esto no es una casualidad: refleja una brecha estructural en recursos, calidad docente y apoyo académico.
En el segundo mandato de Michelle Bachelet, la Ley de Inclusión Escolar (Ley N.º 20.845) buscó reducir estas desigualdades. Al prohibir la selección de estudiantes y eliminar el copago en colegios subvencionados, la reforma pretendía democratizar el acceso a una educación de calidad. Sin embargo, su implementación ha enfrentado resistencias y ha revelado que el cambio cultural necesario para combatir la segregación va más allá de la legislación. Recordemos la campaña del terror que se hizo con la denominada tómbola o los grupos de padres y apoderados que pedían selección para que sus hijos no se juntaran con los más pobres. El neoliberalismo ha calado hondo y la batalla, además de política, es sobre todo cultural.
Los recientes resultados de la PAES confirman que, tras la eliminación de la selección, muchos de los llamados “liceos emblemáticos” han experimentado una caída en sus rankings. El Instituto Nacional, históricamente considerado un referente de excelencia, salió por primera vez del grupo de los 300 mejores colegios del país. Este fenómeno pone en tela de juicio la narrativa de que estos establecimientos lograban resultados superiores debido a la calidad de su enseñanza, sugiriendo en cambio que su éxito dependía de la selección de estudiantes con alto rendimiento previo.
En términos futbolísticos. Es como plantear que Zinedine Zidano o Pep Guardiola son entrenadores exitosos solo por ganar títulos con el Real Madrid o el Bayern Munich, equipos llenos de estrellas y futbolistas de la más alta calidad. Pero ¿que pasaría si los ponemos a dirigir planteles más modestos como el Rayo Vallecano o el St. Pauli?
En el caso de los liceos emblemáticos, cuando contaban con estudiantes de alto rendimiento seleccionados previamente, sus resultados destacaban; sin embargo, al enfrentarse a un estudiantado más heterogéneo, sus debilidades estructurales quedaron al descubierto. Esto demuestra que la excelencia académica no puede depender solo de las capacidades innatas del alumnado, sino también de la calidad del trabajo docente y de las condiciones pedagógicas. La verdadera prueba de calidad docente está en la capacidad de potenciar a estudiantes promedio o con mayores necesidades de apoyo.
La idea de que el esfuerzo individual es suficiente para alcanzar el éxito en la educación ignora las desigualdades estructurales. Mientras que los estudiantes de colegios particulares cuentan con recursos como profesores especializados, tutorías y materiales de apoyo, muchos estudiantes de colegios públicos deben enfrentarse a clases masificadas, infraestructura deficiente y falta de recursos básicos.
En este contexto, la PAES no mide solo conocimientos, sino también privilegios acumulados. La brecha de resultados no es una cuestión de capacidad, sino de acceso a oportunidades.
La evidencia internacional es clara: los sistemas educativos inclusivos, donde estudiantes de distintos contextos socioeconómicos comparten el mismo espacio, no solo promueven la equidad, sino que también mejoran los resultados generales. La experiencia comparada ha demostrado que eliminar la selección y fortalecer la educación pública beneficia a toda la sociedad.
Chile debe avanzar en esta dirección, reconociendo que la inclusión no es una amenaza a la calidad, sino su condición esencial. Esto implica al menos avanzar en mayor inversión en la educación pública, fomentar la formación docente, ofrecer redes de apoyo integral para estudiantes y rediseñar las pruebas estandarizadas para que midan habilidades y competencias, y no solo contenidos a memorizar.
La educación es un derecho, no un privilegio. Los resultados de la última PAES son una llamada de atención para abandonar modelos que perpetúan la exclusión y construir un sistema donde todos los estudiantes, independientemente de su origen, tengan la posibilidad de alcanzar su máximo potencial.
El desafío es grande, pero también lo es la oportunidad de transformar la educación chilena en un verdadero motor de equidad y justicia social.