Crespo, el rostro de la doctrina impune

Te vamos a sacar los ojos, culiao” es la frase que se escucha en uno de los videos publicados por CIPER esta semana, de operativos policiales en el marco de la revuelta popular. La voz es la de Claudio Crespo Guzmán, ex teniente coronel de Carabineros, conocido mediáticamente por su cruel rol durante las protestas de 2019, particularmente por ser el principal imputado en el caso que dejó ciego a Gustavo Gatica en Plaza Dignidad.

Sin embargo, el “carnicero” como es conocido, tiene un largo prontuario de abusos, brutalidad policial y agresiones tanto en movilizaciones sociales como en las canchas de nuestro país, lo que vuelve a poner de manifiesto la urgente necesidad de, si no es refundar, al menos reformar la institución de Carabineros de Chile.

El paso del “Carnicero” por Valpo

A Crespo lo conocí el 2011 en Valparaíso. Al calor del movimiento estudiantil, las tomas universitarias y las marchas más grandes desde el retorno a la democracia, apareció una represión de una magnitud que no se veía desde los tiempos de la dictadura. Y ahí estaba él: el Capitán Crespo.

Corpulento, cercano a los dos metros de altura, se ganó fácilmente la fama de ser un oficial agresivo al ejercer su poder contra estudiantes secundarios y universitarios. A cargo de uno de los piquetes represivos de la 7ª Comisaría de Fuerzas Especiales, llegaba manejando el zorrillo a gran velocidad, de forma temeraria y cuando se bajaba tomaba su escopeta para comenzar a lanzar lacrimógenas indiscriminadamente. No le importaba el deber, él gozaba maltratando, golpeando y mostrando su impunidad ante quien se cruzara.

“Arde Crespo” se leía en un mural de la Avenida Errázuriz, cerca de la Facultad de Derecho de la UV. En esos tiempos se ganó su apodo de “el carnicero” por la bestialidad con la que trataba a los detenidos, no solamente en protestas, sino que también en las canchas.

Era julio de 2012 cuando las Fuerzas Especiales llegaron al Bar Roma de Playa Ancha, tradicional punto de encuentro y camaradería de los hinchas de Santiago Wanderers. La policía ingresó al lugar con una violencia indiscriminada. Ancianos, mujeres, niños, hasta embarazadas, fueron golpeados por la policía quienes destrozaron por completo el lugar. Fueron minutos de infierno, con gritos de desesperación, gente corriendo y niños llorando. El encargado del operativo: el Capitán Crespo.

Crespo no es el problema, es el reflejo

Ahora bien, en un Estado de derecho, la policía maneja el monopolio de la violencia, es decir, con tal de proteger a las personas y hacer cumplir la ley, puede usar la fuerza de manera legítima. Esta fuerza se llama justamente “legítima” porque está regulada por normas, supervisada por autoridades civiles y siempre debe respetar los derechos humanos.

Sin embargo, cuando agentes como Claudio Crespo actúan con brutalidad, golpeando, disparando sin justificación o amenazando, se rompe ese acuerdo básico con la sociedad. En lugar de proteger, se daña. Y cuando no hay consecuencias para esos abusos, se quiebra el principio más importante del estado de derecho: que la ley se aplica para todos por igual, incluso para quienes la hacen cumplir.

Los abusos cometidos por Carabineros durante la revuelta popular no fueron casos aislados. Organismos como el INDH, Amnistía Internacional o Human Rights Watch registraron cientos de situaciones similares, lo que demuestra un patrón de represión sistemática, con uso excesivo de la fuerza, detenciones arbitrarias e incluso violencia sexual. Estas prácticas, muchas veces permitidas o ignoradas por los mandos, reflejan una violencia de Estado: el uso legítimo de la fuerza contra la ciudadanía.

Pero Crespo no es el único responsable. Su actuar es parte de un sistema que permite y normaliza la violencia policial, sin sanciones ni controles reales. Por eso, más que enfocarse solo en culpas individuales, es necesario mirar el problema como una falla institucional profunda. Y ahí volvemos a la raíz del problema, porque para evitar que estos abusos se repitan, no basta con juzgar a unos pocos: se necesita una transformación completa del modelo policial en Chile, pero el gobierno ya tiró esa toalla.

De la refundación a la rendición

Tanto los abusos de la revuelta popular como otros escándalos como el de la Operación Huracán o los casos de corrupción del alto mando de la policía, hacían inviable que la institución se mantuviera tal y como estaba. El entonces candidato presidencial, Gabriel Boric, levantó con fuerza la bandera de una reforma profunda a Carabineros de Chile, e incluso se llegó a hablar de una posible “refundación” institucional.

Una vez llegado al gobierno, todos pensábamos que se avanzaría en terminar con la impunidad policial y avanzar el camino que garantizara una policía democrática, proba, sometida al mando civil y respetuosa de los derechos humanos. Sin embargo, con el paso del tiempo, esa intención transformadora solo fue cediendo terreno frente a las presiones políticas, mediáticas y empresariales por recuperar el orden.

Así la narrativa del gobierno de Apruebo Dignidad transitó hacia un discurso de respaldo irrestricto a Carabineros, alineándose con el enfoque tradicional de “seguridad pública” sin condiciones. Así, Claudio Crespo aparece como un símbolo de la impunidad estructural que ha marcado a la policía chilena.

Boric y su gobierno parecen haber caído en una forma de “realismo político” que disfraza renuncias ideológicas como decisiones estratégicas. La defensa de Carabineros se presenta como un gesto de responsabilidad institucional, pero termina validando a una policía que no ha hecho una autocrítica real ni ha enfrentado las consecuencias de sus crímenes. ¿Cuánto pragmatismo es tolerable antes de traicionar un mandato popular?

La policía que Chile merece

Es importante reafirmar con claridad: una sociedad necesita policías. Necesita instituciones que velen por el orden público, que protejan a la ciudadanía, que enfrenten al crimen organizado y que lo hagan bajo los principios de legalidad, justicia y respeto irrestricto a los derechos humanos. Pero esa necesidad no puede seguir secuestrada por un falso dilema instalado en el debate público: como si criticar los abusos policiales fuera sinónimo de “odiar a Carabineros”, y como si defender a la institución significara blindarla, incluso cuando comete crímenes.

La izquierda no tiene que renunciar a una política de seguridad; lo que debe hacer es disputar su sentido. Porque no se trata de elegir entre represión brutal o caos, sino entre impunidad o democracia.

Las fuerzas policiales y militares no pueden ser patrimonio ideológico de ningún sector. No son ni de derecha, ni de izquierda, sino del pueblo. Deben pertenecer a todo el país, a toda la ciudadanía. Y eso solo es posible si se someten plenamente al poder civil, si rinden cuentas ante la justicia y si su actuar se enmarca en una lógica de servicio, no de guerra interna como el mismo Johannes Kaiser piensa.

Defender a carabineros como Claudio Crespo, que encarnan lo peor de la represión estatal, no fortalece a Carabineros, los debilita. Legitimar a quienes disparan a los ojos de los manifestantes, a quienes actúan con brutalidad y odio político, solo daña la reputación de la institución ante la sociedad. Lo que necesita Carabineros no es impunidad, sino depuración. No es negación, sino reforma. Mientras se siga confundiendo “mano dura” con “abuso impune”, la ciudadanía no confiará.

El problema es que figuras como Crespo y Kaiser siguen atrapadas en una lógica de confrontación ideológica: se sienten soldados en guerra contra el comunismo, contra una “insurrección marxista”, como él mismo ha dicho. Pero esa guerra no existe. La verdadera batalla que enfrenta Chile es contra el crimen organizado, contra el narcotráfico, contra el abandono del Estado, contra la violencia estructural, no contra ciudadanos movilizados por exigir derechos. Y con funcionarios como Crespo, que actúan desde el odio, esa lucha es imposible.

Por eso, los políticos de ultraderecha que lo defienden y lo ensalzan, no solo distorsionan el debate, sino que lo ensucian. No ayudan a construir seguridad, solo profundizan la crisis. Chile necesita una policía eficaz, pero también legítima. Y esa legitimidad sólo se construye desde la verdad, la justicia y el respeto a la dignidad humana. Eso es mucho más transformador que caer en la trampa discursiva que la derecha ha construido: que todo el que cuestiona los abusos está «contra la patria».

Lo que está en juego es Chile

Claudio Crespo escribió un libro titulado G3: Honor y Traición, donde intenta justificar todo lo que hizo, retratándose como un héroe caído, un servidor leal abandonado por la patria. En sus páginas no hay ni una sola línea de autocrítica. Solo victimización y soberbia. En el prólogo, el ideólogo de extrema derecha, Hermógenes Pérez de Arce, escribe que “su liderazgo fue reconocido por muchos carabineros”, y esa frase condensa el verdadero peligro: Crespo no es un caso aislado, es el síntoma de una enfermedad institucional que sigue sin tratarse. Mientras en Carabineros de Chile haya quienes piensan, actúan o admiran a personas como él, no hay reforma ni legitimidad posible.

Por eso, este no es solo un debate sobre un exoficial violento. Es una disputa sobre el tipo de país que queremos construir. Combatir los discursos autoritarios y fascistas que hoy intentan rehabilitar figuras como Crespo no es un asunto ideológico: es un deber democrático. Porque lo que está en juego no es solo la memoria de quienes fueron cegados, violentados o reprimidos. Lo que está en juego es Chile: su democracia, sus instituciones, su futuro. Y en ese futuro, no puede haber espacio para la impunidad disfrazada de patriotismo. Nunca más.

Matias Gazmuri

Wanderino. Nació en Chillán pero ha vivido toda su vida en Villa Alemana. De profesión periodista y sociólogo. Militante del proyecto nacional popular. Activista ambiental y ex dirigente estudiantil.

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