Chile a oscuras: el fracaso de la privatización eléctrica

A las 15:16 horas del 25 de febrero de 2025, Chile experimentó un apagón masivo que afectó a más del 98% de la población, desde Arica hasta Chiloé. La interrupción del suministro eléctrico se originó por un “evento” en la línea de transmisión Nueva Maitencillo-Nueva Pan de Azúcar, perteneciente a la empresa ISA Interchile.

El corte dejó más de 19 millones de chilenos y chilenas sin suministro, paralizando el transporte y el comercio, colapsando las telecomunicaciones y llenando las calles de incertidumbre. Finalmente, el gobierno decretó estado de excepción y toque de queda en las regiones afectadas, dando cuenta de la fragilidad del sistema eléctrico y la ineficiencia de la gestión privada de los servicios esenciales.

Mientras el Coordinador Eléctrico Nacional trabajaba en la recuperación del suministro, con una normalización bastante lenta, la Superintendencia anunciaba una investigación para esclarecer las responsabilidades. Esta crisis eléctrica expuso las falencias de un sistema entregado al mercado, donde la rentabilidad se impone sobre la seguridad energética. Chile no sólo vivió un apagón, vive un problema de fondo: su electricidad no le pertenece.

El sistema eléctrico chileno es, en esencia, una gran maquinaria privatizada donde el Estado actúa como mero regulador, sin control real sobre la infraestructura que permite que el país funcione. Esta situación es el resultado, como la mayoría de las cosas, de una reforma estructural impulsada en 1982 por la dictadura de Pinochet, bajo la asesoría de economistas neoliberales que buscaban aplicar la lógica del mercado a los servicios esenciales. La electricidad, que hasta entonces era mayoritariamente gestionada por el Estado a través de ENDESA (Empresa Nacional de Electricidad), fue fragmentada en tres segmentos independientes: generación, transmisión y distribución, cada uno de los cuales fue entregado al capital privado.

El modelo instaurado creó un mercado energético basado en la competencia regulada, donde diferentes actores deberían disputarse la generación y distribución de electricidad, garantizando eficiencia y bajos costos. Sin embargo, en la práctica, la privatización condujo a la concentración del sector en un puñado de empresas, que hoy dominan las diferentes etapas de la cadena energética. Enel, AES Andes, Colbún y Engie controlan la mayor parte de la generación de electricidad en el país, mientras que Transelec maneja gran parte del sistema de transmisión y la distribución está en manos de pocos conglomerados, como Enel Distribución y CGE.

El Estado perdió la capacidad de planificación y control del sistema eléctrico, quedando relegado a un rol de regulador pasivo. La legislación estableció organismos como la Comisión Nacional de Energía (CNE) y la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC) para supervisar el mercado, pero estos entes carecen de herramientas efectivas para obligar a las empresas a invertir en infraestructura crítica o mejorar la seguridad del suministro.

El Coordinador Eléctrico Nacional (CEN), creado en 2016 como un organismo técnico independiente, es responsable de operar el sistema en tiempo real y garantizar la estabilidad de la red. Sin embargo, su independencia es cuestionable, ya que su estructura permite la presencia de representantes de la industria, lo que genera conflictos de interés. En lugar de actuar como un ente realmente autónomo, su capacidad de fiscalización y sanción sigue siendo limitada.

La privatización del sector eléctrico ha convertido la energía en un negocio altamente rentable para unos pocos, pero con graves costos para la seguridad energética del país. En un sistema donde la rentabilidad es la prioridad, las inversiones en infraestructura de respaldo o en refuerzo del sistema pasan a segundo plano si no representan una ganancia inmediata para las empresas. Ya pasó con los cortes de energía en Santiago tras el temporal de agosto del año pasado y ahora con el gran apagón. Ambas situaciones son consecuencia directa de este modelo: un sistema donde el lucro es más importante que la estabilidad del suministro.

Por décadas, se nos ha repetido que los privados lo hacen mejor que el Estado y que la competencia mejora la eficiencia, en este caso, del sistema eléctrico. Sin embargo, la eficiencia no solo se mide en costos, sino también en estabilidad y seguridad, y el apagón fue una manifestación de un problema mucho más profundo: las fallas estructurales de un sistema diseñado para maximizar utilidades antes que garantizar la seguridad energética del país.

Ahora bien, ante los hechos de este martes nos quedan algunas dudas ¿Se expandió lo suficiente la infraestructura de transmisión y respaldo en relación al crecimiento de la demanda? ¿Las empresas priorizaron la reinversión en seguridad y mantenimiento o sólo en el reparto de utilidades? ¿Cómo es posible que el Estado, a pesar de contar con organismos reguladores, no tenga herramientas reales para fiscalizar y sancionar a las compañías responsables de este tipo de fallas graves?

El problema es estructural: el negocio eléctrico en Chile no está diseñado para garantizar un suministro seguro y estable, sino para generar rentabilidad a sus dueños. Mientras la seguridad energética siga en manos de unos pocos conglomerados privados, el país seguirá expuesto a crisis como la de esta semana.

Pero ¿quiénes son los responsables de esta crisis? Las empresas privadas que controlan la generación, transmisión y distribución de la electricidad, los reguladores débiles que no tienen herramientas efectivas para fiscalizar y sancionar, y un Estado que, más que garante del derecho a la energía, parece un espectador impotente ante los abusos del mercado.

Esta no es la primera vez que la falta de sanciones ejemplares queda en evidencia. El año pasado, durante los temporales que azotaron el país, ENEL dejó a cientos de miles de hogares sin suministro eléctrico por días, mientras los reclamos de los usuarios y las demandas de alcaldes y comunidades chocaban contra la burocracia de un sistema donde las multas son irrisorias en comparación con las millonarias ganancias de las compañías. Al final, lo único que quedó fue la molestia ciudadana y una sanción simbólica, mientras la empresa continuó operando con total normalidad.

En otros países con sistemas más estatales o mixtos, las fallas de esta magnitud tienen consecuencias reales. En Francia, por ejemplo, donde la mayor parte de la electricidad es manejada por EDF, una empresa de mayoría estatal, el gobierno puede intervenir directamente en la gestión ante emergencias y aplicar sanciones que afectan la continuidad de las concesiones. En Uruguay, donde la empresa pública UTE controla la distribución, los cortes prolongados llevan a indemnizaciones automáticas para los usuarios afectados. Chile, en cambio, sigue permitiendo que las empresas actúen con total impunidad, sin consecuencias reales por sus fallos.

Es hora de sanciones más drásticas. No basta con multas simbólicas que las empresas pagan como parte de sus costos operacionales. El retiro de concesiones para empresas reincidentes, multas significativas proporcionales al daño económico causado y la intervención estatal en casos críticos deben ser parte de un nuevo marco regulador. La electricidad es un servicio esencial, y un país no puede depender de empresas privadas que, cuando fallan, simplemente continúan operando sin asumir ninguna responsabilidad real.

Para evitar nuevas crisis, es fundamental avanzar en reformas legislativas que recuperen el control estatal sobre la matriz energética, estableciendo un marco normativo que priorice la seguridad del suministro y la estabilidad del sistema por sobre la rentabilidad de unos pocos. Chile no puede seguir dependiendo exclusivamente de empresas privadas para garantizar un servicio esencial como la electricidad.

Una de las medidas clave es la creación de una empresa pública de generación y transmisión que permita al Estado recuperar un rol activo en la planificación del sistema eléctrico. Esta empresa no solo serviría para garantizar inversiones estratégicas en infraestructura crítica, sino que también actuaría como un contrapeso a los monopolios privados, promoviendo mayor competencia en el mercado y asegurando que la electricidad se administre como un bien público y no solo como un negocio.

Además, debe implementarse un plan de inversión en infraestructura de respaldo, fortaleciendo la capacidad de generación y transmisión para evitar que eventos climáticos extremos o fallas técnicas deriven en apagones masivos. La descentralización de la red eléctrica es clave en este proceso, permitiendo que regiones y comunas tengan mayor autonomía en la producción y distribución de energía.

Finalmente, la ciudadanía debe jugar un papel fundamental en la planificación energética. La toma de decisiones no puede seguir ocurriendo a puertas cerradas entre el gobierno y los grupos empresariales. Se deben establecer mecanismos de participación ciudadana en la definición de la política energética, permitiendo que las comunidades puedan influir en los proyectos que afectan su territorio y acceder a información transparente sobre el funcionamiento del sistema.

La energía es una cuestión de soberanía nacional, y su gestión debe estar alineada con las necesidades del país, no con los intereses de un mercado que ha demostrado ser incapaz de garantizar estabilidad y seguridad. La energía es un derecho, no un negocio.

Lo de esta semana no fue solo un corte de luz. Fue una advertencia clara de que el modelo eléctrico chileno, basado en lógicas de mercado y rentabilidad privada, es incapaz de garantizar la seguridad energética del país. No estamos frente a una falla puntual ni a un problema técnico aislado, sino ante el síntoma de un sistema estructuralmente frágil, donde las decisiones sobre inversión, mantenimiento y expansión de la red dependen más de los márgenes de ganancia de las empresas que de las necesidades reales de la población. 

Mientras el Estado siga relegado a un rol regulador sin capacidad real de control, seguiremos expuestos a crisis como esta, con el riesgo constante de que un evento similar vuelva a paralizar al país. La gran pregunta es ¿hasta cuándo Chile permitirá que su infraestructura eléctrica sea gestionada con la lógica del negocio y no como un servicio esencial?. La energía no es un lujo ni una mercancía más dentro de las reglas del mercado, sino un derecho fundamental y un pilar estratégico para el desarrollo del país.

En este contexto, recuperar la soberanía energética no es una consigna ideológica, sino una necesidad urgente. El Estado debe recuperar su capacidad de planificación y control del sistema eléctrico, asegurando que la electricidad llegue a todos los rincones del país sin depender de las decisiones de un puñado de conglomerados privados y muchas veces, extranjeros.

El apagón de ayer no solo expuso las falencias del modelo, sino que también abrió la necesidad de avanzar hacia un sistema más justo, seguro y sostenible, donde la electricidad sea administrada con criterios de estabilidad y equidad, en lugar de estar sujeta a la especulación y a los intereses privados. Si no tomamos medidas ahora, esta crisis será solo el inicio de un problema mayor. Pero si aprendemos la lección, este apagón puede marcar el comienzo de una transformación necesaria ¿habrá voluntad política para aquello?

Matias Gazmuri

Wanderino. Nació en Chillán pero ha vivido toda su vida en Villa Alemana. De profesión periodista y sociólogo. Militante del proyecto nacional popular. Activista ambiental y ex dirigente estudiantil.

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